Imagínate que estás solo en tu casa. Estás durmiendo plácidamente en tu habitación, cuando de repente suena el timbre de la entrada. Sobresaltado, alcanzas a duras penas tu teléfono móvil que descansaba en la mesita de noche. Son las 3 de la madrugada y no esperas a nadie. Piensas que quizás alguien, fruto de una borrachera, se ha equivocado de portal. Inmediatamente, el timbre vuelve a sonar, esta vez más fuerte y durante algunos segundos más. Esta vez sientes miedo.
Te levantas y te diriges silenciosamente hacia la puerta. Abres la mirilla y escudriñas con temor. Al otro lado, tras el umbral, hay alguien. Alguien muy alto y vestido con harapos. Debe medir 2 metros. No puedes reconocer su rostro puesto que lleva una capucha. El personaje en cuestión se balancea como si estuviese bajo los efectos de alguna substancia.
Te planteas durante un segundo si vale la pena abrir, pero rápidamente te das cuenta que parece peligroso, así que das un paso atrás procurando no hacer ruido. En ese mismo instante, la extraña presencia golpea muy fuerte la puerta con sus nudillos…
Este podría ser el inicio de una película de terror, sin embargo, es una analogía que utilizo repetidamente en mis mentorías. El 100% de las personas comparte conmigo que no abriría jamás la puerta a ese individuo en el caso de encontrarse en esa situación. Probablemente, eso sea lo más sensato.
Pero lo cierto es que en esta analogía, esa presencia hace referencia a nuestro miedo. Habitualmente, cuando experimentamos miedo, esa incómoda sensación de angustia, procuramos por todos los medios huír. Escapar ante el miedo es una reacción muy humana, sin embargo, huír nos impide afrontar. Y cuando no afrontamos le perdemos la batalla al miedo.
Para vencer al miedo, es necesario abrirle la puerta, acogerlo afectuosamente, invitarle a comer y luego recostarlo en la mejor cama de la casa. Solo cuando nos relacionamos desde la curiosidad y la bienvenida, una sensación incómoda pasa a ser una sensación sin más.
De hecho, un principio básico de la psicoterapia es que lo que cronifica un síntoma es la relación con ese síntoma. Cuando nos relacionamos de manera hostil y con actitud evitativa, tendemos a cronificar una sensación incómoda, o peor aún, decidimos no volver a afrontar una determinada situación. Tengo miedo a subir a los aviones, luego no vuelvo a subir jamás. Tengo miedo a salir de casa, luego no vuelvo a salir de casa jamás. O bien, tengo miedo a hablar en público, por tanto no vuelvo a exponerme jamás.
Ahora bien, y si lo más maravilloso y extraodinario que la vida puede entregarnos estuviese justo al otro lado del miedo. Fíjate que el miedo siempre aparece acompañado de las cosas más importantes de nuestra vida. El miedo nos informa que estamos delante de un reto. Un reto que si lo afrontamos nos puede permitir evolucionar y madurar; y si lo dejamos pasar nos deja exactamente en el mismo lugar.
El miedo es una emoción primaria, probablemente la más antigua en términos evolutivos. Gracias al miedo hemos llegado hasta el día de hoy como especie. El miedo nos protege y nos mantiene a salvo. Se genera en nuestro cerebro reptiliano, concretamente en el sistema límbico y más concretamente en la Amígdala. Una estructura encargada de generar miedo y de generar afecto (Curioso binomio).
Así pues el miedo es como ese amigo que nos quiere mucho y sin embargo a veces se pasa de paternalista. Nos protege tanto que nos hace sentir pequeños e indefensos. La realidad es que nuestro verdadero potencial siempre está bastante más lejos de lo que creemos. Tenemos talentos y capacidades extraordinarias, simplemente bloqueadas por el miedo y por un exceso de acomodamiento en la zona de confort. En realidad, habría que llamarla zona de asfixia ya que es un espacio demasiado angosto en el que no podemos crecer ni expandirnos, y por tanto acaba por arruinarnos la vida.
Así pues, cuando aparezca el miedo, acógelo; observa como se expresa en tu cuerpo. No opaques la experiencia con juicios de valor, simplemente observa desde la curiosidad y agradece que tu cuerpo tenga tanto afecto por ti y desee tanto protegerte. Agradece, al tiempo que asumes las riendas. Es algo así como cuando mamá te decía “¿por qué no te quedas hoy en casa y así descansas?” y tú contestabas “Gracias por cuidar de mí y protegerme mamá, pero estoy bien”. Algo así debes contarle a tu cuerpo cuando te envíe esa señal de miedo: “gracias por preocuparte por mí, pero estoy bien, voy a afrontar esta situación.”
Al fin y al cabo, al miedo se le vence agendándolo; poniendo fecha y hora a cada evento que quieres afrontar. Ya sea llamar a un ser querido para decirle que le quieres, o ya sea ir a una entrevista de trabajo, o pedir disculpas a alguien a quien ofendiste. Sea cual sea el motivo que te genera miedo, agéndalo y afróntalo. Tienes todas las capacidades para superar ese miedo y lo más probable es que cuando lo hagas sientas una inmensa liberación. Cómo decía Alejandro Magno: “Conquisten sus miedos y les prometo que vencerán a la muerte”.
Nos vemos en el siguiente artículo. Te envío un abrazo enorme y todo mi apoyo en tu proyecto de vida.
Puedes encontrar más información de valor en www.benjaminporras.com
Gracias por estar ahí.